Sin embargo, la separación epistemológica entre lo que creemos es conocimiento e innovación, y lo que pensamos que no lo es, nos impide reconocer cuantas pequeñas prácticas suponen, en realidad, una fuente inagotable de microsaberes que hacen posible el funcionamiento diario de muchas cosas. Dicho brevemente, tenemos una profunda jerarquía de saberes que con este escrito invito a revisar.
Visto de otra manera, también puede decirse que, en sí mismo, ningún conocimiento o innovación existiría si la separáramos de toda la cadena de acontecimientos socio-científico-técnicos-culturales que la produce y de todo el conjunto de procederes e innovaciones locales que requiere su puesta en práctica. Esto es así incluso para aquellas piezas que se publican en las revistas que las tecnologías de estandarización del conocimiento llama "de alto imapacto", lo digo sin ironía.
A pesar de esa aparente "unicidad" en la autoría de la innovación, la ciencia basa su prestigio en la idea de que todo aquello que se publica en revistas científicas es "repetible". Curiosamente ese mismo criterio que valida a la ciencia (el de que cualquiera pueda repetir el experimento leyendo el artículo), convierte a las prácticas diarias donde esas "innovaciones" tienen lugar, en algo sin valor, cotidiano y rutinario. Si lo miramos con la lente crítica que proporciona el género, podríamos decir que esas prácticas diarias parecerían los "trabajos femeninos" en el sentido de que no podriamos sobrevivir sin ellos pero, en la jerarquía patriarcal, nadie los valora.
Toda "rutina" diaria, por ejemplo, en el cuidado de una persona que ha sido operada o que se recupera de alguna lesión o enfermedad, requiere atención, organización, estandarización (del lavado a las tareas de excreción diarias), innovación ante los cambios en la movilidad o en el dolor concreto, atención precisa en relación al estado de ánimo cambiante o a las fluctaciones de las tecnologías diarias que se usan (de la cuña a los elevadores de la cama o las gasas húmedas). Estas tareas, en apariencia minúsculas, también requieren perfeccionamiento de las técnicas cotidianas necesarias para mantener la vida diaria. Quienes las llevan a cabo tienen que esforzarse en sostener la energía vital y, aun más importante, atender al bienestar de las relaciones del equipo de cuidados que incluye a quien padece y determina el resultado.
Que estos procesos locales tengan lugar fuera del sistema de publicaciones científicas, que es el que otorga "la medalla del mérito científico", no quiere decir que no haya innovación cotidiana para la resolución de problemas concretos. Como ha mostrado Marta Allué en "Perder la piel", si algunos de esos saberes cotidianos fuéramos capaces de reconocerlos y valorarlos como tales, muchas prácticas clínicas mejorarían y el sufrimiento de las personas disminuiría. Seríamos entonces capaces de desarrollar, en toda su plenitud, una ciencia médica para la gente. Pero para ello haría falta una respuesta más humilde y cotidiana a aquello que nos preguntaba Sandra Harding hace unos años ¿De quién es la ciencia, de quién es el conocimiento?
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Si queréis profundizar en estas cuestiones aquí hay algun material para la reflexión.
Este otro proporciona algunas bases teóricas desde una lectura post-colonial de la ciencia
Otra fuente de inspiración es la observación de mi propia experiencia con el sufrimiento, pero esa la dejo para vuestra imaginación.
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